lunes, 8 de agosto de 2016

LA HABITACIÓN DE INVITADOS

Hola a todos,

como veis, estoy reconstruyendo este blog, ya que hasta ahora no me había dado cuenta de varios fallos que no he podido suplir hasta ahora. Espero que disculpéis las molestias que pueda ocasionar y, sobre todo, que podamos rememorar juntos algunos de los mejores relatos que he escrito hasta el momento y que iré alternando con publicaciones nuevas.


LA HABITACIÓN DE INVITADOS  

Noemí Hernández Muñoz  


Iván se acercó a mí con los gusanos asomando entre las mejillas descarnadas. Se estaba descomponiendo: su cabello estaba revuelto, su ropa tenía un aspecto enmohecido y su cara se consumía, abierta en crueles llagas. No decía nada, pero su mirada reflejaba todo su odio: «Tú me mataste. Vas a pagarme por lo que me hiciste», me decían esos ojos.


Quise correr, pero no podía. Mis piernas parecían de plomo. Iván seguía acercándose. Llegó hasta a mí y me rodeó el cuello con unas manos huesudas y frías. Sentí su aliento putrefacto y ese helor en la sangre... Intenté gritar. La voz no me salía. Los ojos se me nublaron. No veía nada…  

***

Me desperté sobresaltado, empapado en sudor, al oír un ruido. Al abrir los ojos, todo seguía oscuro. Había anochecido. La lluvia se agolpaba contra los cristales y los truenos rugían en el cielo encapotado. Seguramente era eso lo que me había despertado. En realidad, agradecía despertar. Desde el accidente, no había dejado de tener pesadillas. Soñaba una y otra vez con el chico al que atropellé. A veces lo veía de frente, sobre el parabrisas del coche. Otras, en la camilla del hospital. Pero nunca lo había visto de forma tan aterradora como en esa ocasión.

Me levanté del sofá con el cuerpo entumecido y un dolor de cabeza espantoso. Al hacerlo, volqué la botella de ron. Estaba vacía. Desde el accidente necesitaba tomar varios tragos para dormir. Me sacudió un estremecimiento cuando mis pies desnudos tocaron el suelo. En el salón hacía frío. Tendría que coger otra manta.

Caminé hacia el interruptor y lo pulsé. No sucedió nada. Seguramente el temporal había provocado un apagón. Ahora tendría que subir las escaleras a oscuras para coger una. Pero primero me pasaría por la cocina para beber agua. No soportaba ese regusto a alcohol y vómito.

Mientras me servía el vaso, oí un ruido a mis espaldas. Era chirriante, casi como un gemido. El miedo me venció: me recorrió un escalofrío y volví corriendo al sofá, bajo el refugio de las mantas. Sabía que no era nada. Un simple ruido. Seguramente eran los vecinos, que habían tropezado con algún mueble debido al apagón. La pesadilla me había sensibilizado más. Sólo era eso. Nada más.

Algo más tranquilo, me calcé las zapatillas de nuevo, dispuesto a subir a la planta de arriba a por otra manta. Recorrí el pasillo hasta llegar a las escaleras. La baranda estaba helada. En el aire flota cierto olor a peligro que me llenaba de inquietud. Subí varios peldaños con lentitud, aferrándome bien al pasamanos para no tropezar. Pero cuando había salvado ya la mitad de la distancia, volví a oír, claro y acechante, ese mismo sonido.

Sobresaltado, di media vuelta y eché a correr, pensando solo en mi seguridad. Regresé al salón y, cuando estaba a punto de ocultarme bajo la manta una vez más, me di cuenta de que estaba haciendo el ridículo. Estaba solo en casa. ¿Qué esperaba encontrar en la planta de arriba? ¿Un fantasma?

Burlándome de mí mismo, me armé de valor para volver a subir. Esta vez no oí nada. Llegué a mi habitación algo temeroso y busqué en el armario hasta encontrar una manta. Pero ya no me valía con eso. Tenía que demostrarme que no tenía miedo, tenía que explorar el origen de aquel extraño ruido.

Salí del dormitorio con la intención de hacer una ronda por la planta. En el exterior, la lluvia caía con fuerza y los truenos hacían temblar los cimientos. Los relámpagos iluminaban mi camino de forma intermitente. Di un paso detrás de otro con decisión, pero también con reticencia. Por muy valiente que pretendiera ser, seguía asustado.

Mientras recorría el pasillo, lo volví a escuchar. El sonido provenía del dormitorio de invitados. Me detuve, incapaz de dar un nuevo paso. Unos segundos después, mi corazón se relajó un poco y me dirigí hacia allí para investigar. Me acerqué con sigilo y abrí la puerta. Al explorar la habitación no vi nada, pero percibí cierto rasgueo en la ventana.

Me asomé con precaución, retirando apenas el visillo. Lo que vi no fue nada terrorífico: sólo una rama de árbol que había arrastrado el temporal y chocaba contra los cristales. Abrí un poco la ventana y retiré la rama de la balaustrada. La lluvia me salpicó las manos. Eso me hizo sentir un poco mejor a pesar de su tacto frío. Me pasé las manos mojadas por la cara para refrescarse y sentí como mi alivio aumentaba. Todo estaba bien. Fuera, la tormenta seguía rugiendo.

Ya tranquilo del todo, regresé a mi habitación. Bajé la escalera con la manta en los brazos. Mientras descendía los peldaños con precaución para evitar un traspié, me sobresaltó un sonido estruendoso. Venía del dormitorio de invitados. A pesar de que sentía los latidos de mi corazón en las sienes, procuré instarme a la calma. No era nada más que un ruido. Seguramente se trataba de otra rama. Hacía mucho viento, así que era más que probable.

Con toda la calma de que era capaz, llevé la manta al salón y me acomodé en el sofá. Me cubrí hasta la nariz y me concentré en el calor de mi propia respiración. No quería pensar nada, ni oír nada. No quería acordarme de Iván, ni de la tormenta, ni de ese ruido odioso de la habitación de invitados.

Justo cuando comenzaba a cabecear de nuevo, me sobresaltó un golpe en la planta de arriba. ¡Otra vez el maldito cuarto de invitados! ¿Por qué tenía que hacer tanto viento? Quise ignorarlo, pero el gemido de la rama contra el cristal era irritante y me producía escalofríos. Parecía demasiado humano.

Me levanté y crucé el pasillo a toda prisa. Iba a acabar con todo. Subí las escaleras a tientas, a toda prisa. Mientras subía, se oyó de nuevo ese quejido. ¡Cómo lo odiaba! Terminaría 
con él de una vez por todas. Cuando llegué a la habitación, la puerta estaba cerrada. No recordaba haberla dejado así. De nuevo se apoderó de mí aquella sensación de peligro.

Las manos me temblaban. Deseaba dar marcha atrás, volver a mi sofá, taparme la cabeza con las mantas y olvidarme de todo, pero no podía dejar las cosas a medias. Aquella rama en la ventana me seguiría atormentando. Dudando todavía, acerqué una mano al pomo de la puerta y lo giré con cuidado, con tanto silencio como pude.

Cuando sentí el chasquido casi imperceptible que me indicaba que el cierre ya no estaba obstruido, empujé la puerta con suavidad. Exploré la habitación con la mirada. La ventana estaba abierta, seguramente por el maldito vendaval. Me acerqué para cerrarla.

De repente, vi un bulto caminando hacia mí entre la oscuridad. Había aparecido de la nada. Alarmado, me detuve y me preparé para huir o saltar sobre él. El bombeo de mi corazón aumentó su ritmo y pude sentir su presión en las sienes. Pero la figura en penumbra no se movía. Tardé unos segundos en comprender que no era más que mi reflejo en el espejo.

Suspiré aliviado y cerré la ventana. Me aseguré de que los postigos estaban bien atrancados y me senté en el borde de la cama. Había llegado al límite. Necesitaba un momento para que mi corazón calmara el desenfreno de sus latidos. Con la cabeza entre las manos, apoyé los codos en los muslos e inspiré varias veces con los ojos cerrados, hasta que sentí que la rigidez abandonaba poco a poco mi cuerpo.

Cuando abrí los ojos, vi las huellas. Al principio no les había prestado atención. Pero cuando tomé conciencia de su significado, el pánico hizo presa de mí. Aquellas huellas no eran mías. ¡Alguien había entrado en casa! Miré a mi alrededor, pero la oscuridad poco me permitía ver. Estaba solo en la habitación. Todo parecía normal, pero no era así. Alguien había entrado y quién sabe de qué sería capaz…

Me incliné para examinar las marcas de cerca. Era extraño. Parecían de unos pies descalzos. ¿Quién iría descalzo por la calle? «Los muertos no llevan zapatos». Aquel pensamiento me llegó de repente, como un fogonazo de luz. De nuevo esa sensación de peligro, de miedo insuperable. Pero no podía ser un muerto. Los muertos no vuelven. Iván no volvería. No era más que el habitante perpetuo de mis pesadillas.

Un gemido en el otro extremo de la habitación me sobresaltó. Me levanté de inmediato, tratando de identificar la figura que había bajo el marco de la puerta. La oscuridad tan solo me permitía ver su silueta.

El extraño de las sombras dio un paso hacia delante.

Yo permanecí quieto, escuchando aquel quejido. La sangre se agolpaba en mis sienes y en mi pecho el corazón volvía a latir deprisa. Las náuseas se instalaron en mi estómago y mis miembros cobraron una rigidez repentina que me impedía moverme. Aún no podía verle la cara, pero identificaba ese olor a podredumbre. Ya lo había sentido antes en mis pesadillas. Un relámpago repentino iluminó el rostro de mi acechador, carcomido por gusanos. 

La luz me confirmó lo que ya sabía: era Iván y buscaba venganza.

Con un gemido entrecortado, su cadáver siguió avanzando, con la mirada fija en mí, sin un solo parpadeo. En contraste con su palidez, sus ojos parecían vivos y me miraban con odio. La pesadilla se había hecho realidad. Las lágrimas se sucedieron por mis mejillas mientras el difunto se acercaba cada vez más a mí.

—Fue un accidente. Yo no quería hacerte daño. Perdóname…

Iván no se detuvo.

Entonces lo comprendí: sólo había una forma de acabar con eso.

Abrí la ventana y la tormenta entró en la habitación de invitados. La lluvia me cubrió, camuflando mis lágrimas, y el viento despeinó mis cabellos con violencia. Con las piernas entumecidas y temblorosas, me subí en el marco de la ventana y me giré hacia mi  pesadilla de carne en descomposición para mirarlo por última vez.

—Perdóname...

Y me dejé caer de espaldas al vacío.  

***

 El médico dice que fue una alucinación, que mi mente, enturbiada por el alcohol y la culpa, me jugó una mala pasada. Cree que el estrés post traumático fue demasiado fuerte y me ha recetado pastillas. Pero lo cierto es que Iván ya no ha vuelto a visitarme. No he muerto como él quería, pero estoy tetrapléjico y con eso se conforma. 



Espero que hayáis disfrutado de esta historia tanto como yo disfruté escribiéndola. Ya sabéis que si queréis descargarla en pdf, podéis hacerlo desde aquí.

¿Y a vosotros? ¿Os gustan los relatos de terror? ¡Espero vuestros comentarios!

4 comentarios:

  1. Me encantan las historias de horror, sigue así, las micro historias son geniales para este género.

    Saludos.

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    1. ¡Hola! ¡Muchas gracias por tu apoyo! Me alegro de que te haya gustado el relato. Y, por supuesto, ¡seguiré escribiendo muchos más! ¡Saludos!

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  2. Hola Noemí, encantado de visitar tu blog. Es el primer relato tuyo que leo y me ha dejado muy buen sabor de boca, muy lejos del aliento putrefacto de Iván, je. Me ha gustado mucho. Con un argumento sencillo has mantenido la tensión narrativa en cada segundo. A mi parecer, el gran mérito de un cuento de terror, más que contarnos una historia original, sorprendente, consiste en erizarnos el vello con algo de lo más trivial, como el miedo a entrar en una habitación oscura en una noche de tormenta, por ejemplo. Tú, a pesar de haber enseñado las cartas en el primer párrafo, lo has hecho genial. Y tremendo final. Si hubiese muerto en la caída, nos hubieses dejado un narrador muerto, lo que nos metería definitivamente en lo fantástico, sin embargo, al dejarlo tetrapléjico, mantienes de forma magistral la duda entre lo fantástico (el fantasma) y lo real (el terror provocado por la culpa)con una justicia poética que incluso deja su lugar a la reflexión.
    Muy bueno, me ha gustado
    Hasta la próxima, seguro
    Saludos

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    1. ¡Muchísimas gracias, Isidoro! Opino igual que tú: es delicioso cuando una obra de terror se focaliza en un asunto banal como subir las escaleras o entrar en una habitación oscura. No debemos olvidar que, en la Antigüedad grecolatina el dios del miedo (por denominarlo de alguna forma) era Pan, un sátiro que, cada vez que hacía sonar su voz asustaba a todo aquel que lo escuchaba. Pan, como uno de los dioses del bosque, no es más que una metáfora para explicar el terror que sentimos cuando, al quedarnos solos en un lugar aislado, oímos un ruido insignificante que nos hace temer por nuestra vida.En definitiva y para no ser muy pesada: me alegro de que te haya gustado y ten por seguro que habrá muchos más relatos de terror en el futuro. ¡Saludos!

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