¡Hola, amigos! ¿Qué tal? Yo bastante menos estresada desde que he aprendido a programar las entradas del blog, ja, ja, ja.
Os dejo la segunda parte de El manantial de la salud, para que veáis que no soy mala y no os dejo con la miel en los labios. Eso sí, os recomiendo encarecidamente que os hagáis con vuestro ejemplar de 40 Relatos de fantasía y ciencia ficción porque estoy segura de que esta antología benéfica os gustará mucho y, además, colaboraréis con el Hospital San Joan de Deu para la humanización y tratamiento del cáncer infantil.
Bueno, me dejo de rollos y os recuerdo que la primera parte de relato la tenéis aquí. Ahora, os dejo la segunda parte:
EL MANANTIAL DE LA SALUD
Noemí Hernández Muñoz
Los días fueron pasando y se acabaron sus provisiones. Phiemi y Ronkim tuvieron que cazar y recoger todo lo que se cruzaba en su camino para subsistir. Estaban cansados del viaje, pero se animaban mutuamente a seguir. La fatiga y la tos de Ronkim se reducía poco a poco, pero el agotamiento que padecían era tal que ninguno lo percibió.
Llegó el día en que se encontraron ante un extenso desierto. Los hermanos se dieron la mano. Sabían muy bien, gracias a las indicaciones del hechicero, que allí habitaba el genio del fuego. Por sus palabras dedujeron que en el momento en que se cruzaran con él trataría de engañarlos.
Phiemi fue la primera en atreverse a pisar la arena ardiente. Un paso más atrás la siguió Ronkim, sin dejar de sostener su mano. En lo más alto del cielo, el sol parecía burlarse de su presencia en aquel lugar.
Ante ellos solo había dunas y más dunas de arena clara. Racionaron el agua y no bebieron más de la cuenta, a pesar de que sentían la garganta seca y sus labios se agrietaban. Habían entrado caminando de la mano, pero pronto tuvieron que soltarse debido al calor abrasador. Lentamente, pasaron los días.
—¿Dónde estará el genio del fuego? —se preguntó Ronkim—. Quizá el hechicero se equivocara.
—El hechicero es sabio —respodió Phiemi—. Seguro que el genio está escondido, igual que el espíritu de la tierra.
Pero los días pasaban y el genio no aparecía. El desierto no tenía fin y el agua se agotaba. Phiemi dejó de beber sin decírselo a su hermanito, dispuesta a darle su ración. El niño caminaba a su lado como un sonámbulo. Su tos había regresado estentórea y áspera.
En uno de esos días interminables en que parecía que el sol no se pondría nunca, Ronkim comenzó a saltar de alegría.
—¡Mira, Phiemi! —gritó—. ¡Agua! ¡Hay un oasis más adelante!
El niño corrió a pasos agigantados, ignorando la tos y la asfixia. Phiemi lo siguió tan aprisa como podía. No veía el pequeño paraíso que le señalaba, pero lo achacó a su debilidad, pues llevaba casi un día entero sin beber.
Ante su sorpresa, Ronkim se lanzó sobre una duna, formando un cuenco con las manos y tirando arena hacia arriba una y otra vez.
—¡Agua! ¡Agua! —gritaba lleno de felicidad.
Phiemi se detuvo junto a él y lo observó preocupada. ¿Habría enloquecido? Para su sorpresa, la arena que su hermano arrojaba se transformó ante sus ojos maravillados en el agua más cristlina y pura que había visto jamás. Ronkim no estaba revolcándose en el suelo, sino que nadaba en una pequeña laguna, bañado por la sombra de unas hermosas palmeras que enfriaban el ambiente abrasador del desierto.
Phiemi se lanzó al agua, acalorada y sedienta. Pero, entonces, le pareció oír una risita maliciosa proveniente de alguna parte del oasis. Su mente no dejaba de gritarle los consejos del hechicero. El genio del fuego trataría de engañarlos.
Y en ese mismo instante, el agua se transformó nuevamente en arena. Phiemi no entendía qué ocurría, pero, sin lugar a dudas, aquello no era más que un espejismo creado por un ser malvado. A su lado, Ronkim seguía canturreando. Había vuelto a formar un cuenco con las manos y se disponía a beber.
Horrorizada, Phiemi vio que iba a tragar y se lanzó sobre él para detenerlo.
—¡No! —gritó, zanrándeándolo por los brazos.
Las manos de Ronkim se separaron y la arena cayó entre sus dedos.
—¿Qué haces? —protestó el niño, enojado—. Tengo mucha sed.
Phiemi señaló a su alrededor.
—¿No ves que es una trampa? No hay agua aquí.
El niño miró a su alrededor, pero solo veía el hermoso oasis.
Entonces, la muchacha gritó al aire, mirando en todas direcciones, como si buscara algo que se escondía a su vista.
—¡Sal de ahí, genio! ¡Sé que estás en alguna parte de este falso oasis! He escuchado tu risa y no me dejaré engañar.
Ronkim recordó también las palabras del hechicero de la aldea y, al hacerlo, el pequeño edén de agua y sombra se convirtió en una extenión de arena interminable. Sin pensarlo dos veces, se unió a los gritos de su hermana.
—¡Sal de ahí, ser de fuego!
Sabiéndose vencido, apareció ante sus ojos un geniecillo de cabellera llameante. Se inclinó en señal de respeto y se sometió a ellos por voluntad propia.
—Habéis descubierto mis trucos —les dijo— y os habéis hecho merecedores de mi aprecio. Os ayudaré a abandonar mi morada.
El pequeño ser los guió hasta el final del desierto y se despidió de ellos, deseándoles suerte en su viaje.
Los hermanos volvieron a los caminos, cansados y, al mismo tiempo, gozosos por haber librado la segunda prueba. El sendero que se extendía ante ellos era largo, pero ahora abundaban los riachuelos y la caza, por lo que no temieron pasar hambre.
***
Vino el día en que llegaron hasta la Montaña Helada, hogar del elfo del viento. Con la sola ayuda de una cuerda y sus propias manos iniciaron la escalada, procurando hacer el menor ruido posible para que no los descubriera, pues no querían más problemas.
Llevaban dos días de ascensión cuando lo vieron pasear por la montaña, envuelto en un manto de escarcha y con sus susurrantes cabellos ondulando a su alrededor. A su paso, la nieve volaba y los árboles se doblaban.
Phiemi y Ronkim, temerosos de que los encontrara, siguieron subiendo, arrastrándose para evitar que los viera.
—Debemos encontrar un sitio para resguardarnos hasta que se marche —dijo Ronkim.
Phiemi le señaló una estrecha grieta entre el hielo y la roca.
—¡Si llegamos hasta esa cueva estaremos a salvo!
Los hermanos, agotados pero inflexibles, siguieron escalando. La entrada estaba muy cerca del elfo, tanto que notaban la frialdad de sus cabellos flotantes, pero confiaban en que no se percatase de su presencia.
Con la máxima precaución, Phiemi penetró en la gruta. Ronkim, tras ella, no pudo evitar mirar atrás antes de entrar. En ese momento de descuido, tropezó con una piedra, que se deslizó ladera abajo. La roca rodó arrastrando nieve hasta llamar la atención del señor del viento, que siguió con la mirada el trayecto que había recorrido.
En ese instante, los ojos del niño se encontraron con los del elfo. La expresión de la criatura pasó de la sorpresa a la furia y Ronkim, alarmado, entró en la caverna.
—¡Phiemi! ¡Me ha visto! —gritó.
La muchacha, asustada, no sabía qué hacer para evitar la confrontación. Entonces, vio que en el interior de la cueva había muchas rocas, algunas de ellas especialmente grandes.
—¡Taponaremos la entrada!
Los hermanos trabajaron a toda prisa, poniendo una piedra tras otra, ocultando la grieta. Por los resquicios veían al elfo corriendo hacia ellos con los cabellos ondulando de furia. Apenas cubrieron el hueco, oyeron desde fuera el viento, que golpeaba con violencia las piedras, arrastrando nieve.
—Os habéis adentrado en mi montaña sin mi permiso. ¡Ahora sufriréis las consecuencias! —aullaba el elfo, lanzándose sobre el muro de piedras.
Phiemi y Ronkim se miraron. Si el elfo seguía golpeándo así, derrumbaría la entrada o, en el mejor de los casos, la sepultaría con nieve y ya no podrían volver a salir.
Los hermanos se abrazaron temerosos.
—Debemos buscar otra salida —dijo Phiemi, al fin.
Se adentraron en la estrecha gruta con precaución, tanteando las paredes con las manos para no tropezar en la oscuridad. A su espalda, escuchaban los golpes de elfo del viento, que amenazaban con hacer temblar a la montaña entera. Un rato después, Phiemi se detuvo.
—¿Sientes eso, Ronkim? —preguntó.
El niño asintió. Notaba una ligera brisa en las mejillas. Sin duda, al final de la caverna había otra apertura. Caminaron hasta encontrarla. Era muy pequeña y tuvieron que arrastrarse para salir, pero lograron hacerlo.
Aprovecharon que el elfo seguía distraído enviando ráfagas heladas contra la entrada taponada para escalar por el otro lado de la montaña. Con paciencia y esfuerzo, vieron que la cima estaba cada vez más cerca.
***
Cuando llegaron a la cumbre estaban más exhaustos que nunca, pero también pletóricos. Contra todo pronóstico, habían alcanzado su meta.
Inspeccionaron el terreno buscando al dios de la lluvia. Según el hechicero, era quien regaba el manantial de la salud. Pero no lo encontraron. Tampoco vieron una hermosa fuente, tal y como imaginaban. Solo había un humilde hilillo de agua que brotaba de la roca más alta y se deslizaba hasta resbalar por la cumbre.
Phiemi y Ronkim cruzaron una mirada indecisa. Después de tan arduo viaje, no sabían qué hacer.
—Esto debe ser el manantial —dijo Phiemi, decepcionada—. Bebe un poco. Quizá así venga a nosotros el dios de la lluvia.
El pequeño se arrodilló junto a la corriente y esperó a que sus manos se colmaran. Phiemi lo observó beber el primer sorbo, expectante, mientras rezaba al dios para sus adentros. El agua era cristalina, pero parecía tan normal como cualquier otra.
Cuando Ronkim terminó de beber, lo miró interrogante.
—¿Y?...
—Está fría —respondió él, encogiéndose de hombros.
Phiemi esperaba para atisbar el más mínimo cambio, pero no sucedía nada.
—¿No te sientes diferente?
El niño negó con la cabeza.
—Me siento igual.
Phiemi probó a beber, pero tampoco sintió nada especial, salvo que el agua era cortante y deliciosa. Desesperada, invocó al dios y recorrió la cima entera, buscando más fuentes, pero no encontró nada.
Derrotada, se sentó en la cumbre del mundo, con los pies colgando y los ojos llenos de lágimas mientras observaba el camino recorrido. ¿Todo ese viaje había sido para nada? ¿Ronkim moriría igualmente?
Entonces, el pequeño se sentó junto a ella y le pasó un brazo por los hombros.
—¿Sabes, Phiemi? —le dijo—. Hace mucho que no toso. Mis pulmones se han hecho fuertes. Creo que lo que importaba no era el destino, sino el viaje.
Phiemi lo miró. Su hermanito parecía más sabio.
Todo cobraba sentido. Habían realizado un viaje al que nadie creía que pudiera sobrevivir. Sus síntomas habían disminuido de forma tan progresiva que ni lo habían notado con todas las preocupaciones del camino. ¿Era esa la auténtica bendición del dios de la lluvia?
Phiemi supo que sí y abrazó a su hermano con alegría sintiendo a sus pies el latido del mundo y en el cielo el sonido de un trueno que anunciaba la lluvia. En su corazón, la joven dio las gracias al dios, pues sin la esperanza del manantial, nunca habrían emprendido el camino.
Espero que os haya gustado el relato y os animéis a leer la Antología de 40 Relatos de Fantasía y Ciencia Ficción porque, de verdad, es alucinante y estoy segura de que no os arrepentiréis.
¡Un abrazote, amigos!
¡Gran relato, Noemí! El verdadero tesoro siempre es la búsqueda. El destino, el logro, siempre es efímero. Pero todo lo que ponemos en el asador para lograr nuestros fines es lo que nos hace crecer. Fantástico. Un fuerte abrazo!!
ResponderEliminarMe alegro de que te haya gustado, David. Yo no lo habría podido resumir mejor.
Eliminar¡Un abrazote! 😊